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Construyendo un muro de fe

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La casa

Hace dos noches una mujer murió en la rectoría de la Iglesia de San Mateo en Hyattsville, Maryland. María, quien en vida fue cuñada del Padre Vidal Rivas, párroco de San Mateo, falleció por complicaciones de la enfermedad de Alzheimer. Su esposo, Walter, estuvo a su lado. El velorio de María será aquí en la iglesia. Luego sus restos serán regresados a El Salvador para su entierro. Sus cuatro hermanas la quieren de vuelta en casa. Tienen una parcela elegida en el cementerio para las cinco, juntas, como nunca habrían podido estar en vida.

La habitación está sofocante, huele a medicinas, está llena de blusas y zapatos, cremas y ungüentos, pero se siente como un pequeño pedazo de El Salvador, una casa en un pueblo, como San Vicente, transportada aquí a Maryland, y hecha realidad. Afuera, en la sala, la televisión está siempre encendida; en este momento está mostrando fútbol. Nadie la está mirando. Las mujeres y los niños van y vienen. Primas y sobrinas no identificadas. Hay cuatro perros, incluyendo uno malportado que fue maltratado antes de que el Padre Vidal pudiera rescatarlo. Mercedes, de 12 años, una de las residentes de la casa, lleva de arriba a abajo un perro blanco y esponjoso como si fuera una muñeca.

“Mercedes tiene autismo”, dice el Padre Vidal. “Ella sólo habla con Fluffy”.

Las mujeres están en la cocina, hay algo cocinando en las ollas y están preparando el café. Hablando, riendo. Lo único que falta para hacer este lugar como El Salvador son hamacas colgadas en los pasillos, gallinas correteando y un gallo cantando cada cinco minutos. Debe estar polvoriento y seco, y la temperatura debe ser de 110 grados en la sombra. Un calor que sólo se alivia con limonada bien dulce. Pronto predicaré acerca de Jesús revelándose a los discípulos, resplandeciente, eterno, con Moisés y Elías. “Este es mi hijo. Escúchenlo.”

Ser el Cuerpo de Cristo

Escucharlo es exactamente lo que el Padre Vidal y los miembros de la Iglesia Episcopal de San Mateo, tanto de habla hispana como de habla inglesa, han estado haciendo. Escuchándolo, viviendo su vida. Cuidando a la viuda, al huérfano, al forastero. Ser el Cuerpo de Cristo en este lugar en este momento, en la América de la era Trump. Temprano esta tarde, mientras conducía por las pequeñas y limpias casas de Hyattsville, el Padre Vidal explica la comunidad.

“El noventa por ciento de San Mateo consiste en personas que tienen como primera lengua el español y sus hijos. Y de ellos, el 30 por ciento son indocumentados. Otro 35 por ciento tiene Estatus de Protección Temporal. El resto son residentes permanentes. Muy pocos son ciudadanos. De más de 500 feligreses, tal vez unos 40 [de los adultos] son ciudadanos estadounidenses”. Hace una pausa para limpiarse la frente. Su tono es fuerte e indignado.

“Mi gente está aterrorizada”, dice. “Confundida. No entendemos este odio que se dirige hacia nosotros. Hemos llegado aquí, muchos de nosotros, desde lugares de violencia imposible, de sufrimiento, de guerra, de sequía. Y no hemos hecho nada malo. Nos encanta estar aquí, hemos hecho de este lugar nuestro hogar, aunque siempre extrañamos a nuestras familias y nuestra tierra.

“Mi gente es buena y trabajadora. Muchas de las mujeres trabajan en el sector de la salud como auxiliares y limpiadoras, algunas de ellas formándose para ser enfermeras. Trabajan para cuidar a los ancianos y los niños. Muchisimas de ellas estuvieron en la primera línea en la pandemia. Trabajaban, poniendo todo el equipo necesario para estar seguras. Pero, aun así, muchas se enfermaron, especialmente en los primeros días. Tres de ellas murieron”. Hace una pausa y luego agarra su teléfono. Conduce con una mano, el teléfono en la oreja, golpea el tablero con la otra y luego mira alrededor en busca de algún papelito entre las pilas de papel que lo rodean. Tomo un trago profundo de mi botella de agua. Confío que Dios tiene el timon.

“¿Dónde estábamos?”, dice, volviendo a poner las manos en el timon. “COVID, las que fallecieron… los hombres también son muy trabajadores, obreros. Carpinteros, plomeros y algunos en el campo. Vienen aquí a esta iglesia porque este es su hogar. Nuestras puertas están siempre abiertas, para todo. Hemos ido al grano, siempre hemos hablado en voz alta. Nuestra visibilidad nos ha protegido. Nuestra obispa, Mariann Budde, ha estado con nosotros todo el tiempo. Ella vino a bendecir nuestro santuario e incluso nos trajo una estatua de San Romero, de cuando fue a El Salvador. La amabilidad nunca termina de la gente de la Catedral Nacional, toda la diócesis y muchas otras personas. Otras iglesias, luteranas, cuáqueras y vecinas también”.

En la iglesia, el Padre Vidal me viste con un alba y una estola blanca y nos ponemos en marcha. Esta es la Misa que graban para transmitirla. Una pequeña asistencia, pero un coro completo. “Tenemos tres coros”, dice el Padre Vidal. “Éste es el coro Romero”.

El coro canta:

“Confórmense y trabajen”,nos ha dicho el patrón
que solo en al otra vida tendrán la salvación;
Nosotros pensamos que era la verdad,
Vino la palabra de Romero y nos hizo cambiar.
Dios hoy no aguanta a un nuevo Faraón
y manda a todo el pueblo a hacer su liberación.

Pupusas

Como el viento partimos de nuevo, de nuevo en la camioneta. Pablo, un peruano, viaja como copiloto. Vidal gira la camioneta por una calle transitada, pasa por una taquería, una tienda de dólar, una lavandería y luego se detiene en su destino: Las pupusas de Emily. Las señoras detrás del mostrador salen y abrazan al Padre Vidal. Lo conocen. Lo quieren. Saben que está haciendo todo lo posible en el Cielo, en la Tierra y bajo la Tierra para protegerlas. El buen pastor. Subimos todo a la camioneta. Varias docenas de pupusas y regresamos al salón de la iglesia.

Las mujeres y las niñas de la rectoría se acercan. Otras están en la cocina, preparando un gran banquete para la reunión anual la siguiente mañana. Comida para 300 personas. Dios multiplicará los pollos, dice Irma riendo.

Por ahora nos damos un gusto con las pupusas aún calientes de Emily: tortillas gruesas rellenas de carne, frijoles, queso y fritas en una plancha hasta que estén crujientes. Luego se cubre con salsa de tomate y curtido (repollo, zanahorias y jalapeños encurtidos).

Más tarde, de vuelta en la cocina, Irma baja la voz y pregunta: “¿Puedes decirme cómo llegar a Canadá?” Su frente se arruga y sus ojos se ponen vidriosos. Suspiro. “Es imposible”, digo sacudiendo la cabeza. “Hay todo un sistema y muy pocos pueden calificar. A menos que seas un profesional o tengas mucho dinero y poder”.

El rostro de Irma se desinfla y pedacito por pedacito va contando su historia. Lleva 25 años en Maryland, más de la mitad de su vida. Ella tiene cinco hijos. Tres de ellos son mitad guatemaltecos, hijos de un padre que escapó de la guerra y cruzó el Río Grande hacia Texas. Ahora es madre soltera y hasta hace poco, hasta que los hijos mayores pudieron trabajar, ella fue el único sostén de su familia. Además, envía lo que puede a su país para ayudar a su madre. Ha trabajado limpiando oficinas, en construcción y limpiando viviendas. Ella ha pagado impuestos y ha dado toda su vida a este país.

“Me siento como un fracasado”, dice ella suavemente. “Mis hijos tienen mucho miedo, aunque nacieron aquí. Ellos tienen papeles. Yo no. Lo he intentado. ¿Qué harían mis hijos sin mí? Desde la inauguración no han venido a la iglesia. Han dejado de salir a jugar al fútbol con sus equipos. Apenas puedo exigirles que vayan a la escuela. Estamos todos muy tristes”.

Los niños

Según el último recuento, el Padre Vidal y su esposa, Angelita, se han acordado convertirse en los tutores legales de 18 niños, desde bebés de unos pocos meses hasta adolescentes. Están preparados para intervenir si algún niño o adolescente quede abandonado mientras sus padres están detenidos y deportados. Es un asunto discreto. “Algo entre Angelita y yo y las familias en cuestión”, dice el Padre Vidal.

“Imagínese”, añade encogiéndose de hombros con impotencia. “Nunca tuve hijos”. (Angelita tiene tres hijos de un matrimonio anterior, pero ya eran casi adultos cuando ella y Vidal se casaron). “Y ahora míreme. ¿Dónde los pondremos a todos? ¡Seremos como Abraham y Sara teniendo hijos en nuestra vejez!”

“No soy un gran héroe”, añade. “Cualquier persona, especialmente si se considera cristiana, debería estar dispuesta a tomar este tipo de medidas. Es simplemente decencia humana básica. Confío en Dios que no llegará a esto. Pero me rompe el corazón ver a las madres llorar. No tienen a nadie. Ningún familiar ni nadie más en la comunidad a quien puedan pedirle que se haga cargo de esto. Algo de esta gravedad. Angelita y yo no lo pensamos dos veces. Pero otros de la iglesia también han dado un paso al frente. Estamos listos. Todos nuestros chiquitos serán cuidados”.

Ya salimos del salon. El banquete de las pupusas ha terminado. Él me invita a su oficina y nos abrimos paso entre montones de comida enlatada, juguetes y ropa; la gente se llevará estas cosas el domingo por la mañana, dice. Me siento en la esquina de un sofá hundido, mientras él se sienta en una silla de oficina con ruedas, pasando de la pila de papeles al teléfono, y viceversa. “Diga”, dice. “Dígame lo que quiere saber.”

“Bueno, ¿cómo llegó aquí?”

El Padre Vidal es un narrador de cuentos y le encanta hablar. Regresa al principio, muy, muy atrás.

Cómo se convirtió en el Padre Vidal

“Nací hace 60 años, en San Vicente”, dice. “Éramos realmente pobres. No teníamos casi nada. Soy el mayor de diez hermanos y nací dos meses prematuro. Casi morí. Al principio mi mama no podía cuidarme, así que mi papa me daba de comer chocolate caliente enfriado y pan empapado en él. Pero, míreme: ¡sobreviví!

“Cuando era unos años mayor, recuerdo esto. No teníamos nada que comer, nada en absoluto. Otra mujer, vecina, no mi mama, me amamantaba, me daba su leche. Así fue como sobreviví.

“Tenía 17 años cuando decidí ser sacerdote. Estuve en nuestra iglesia parroquial local. Esto fue justo después de que mataron al Monseñor Romero. Escuchabamos sus sermones en la radio todos los domingos. Bueno, yo estaba allí en la Misa, y el sacerdote dijo: “Si algún muchacho aquí piensa que puede tener una vocación, que me vea después”. De inmediato, como si me hubiera caído un rayo, supe lo que tenía que hacer. Me inscribí.

“Me enviaron al seminario, pero apenas sabía leer. Me sentí muy avergonzado cuando el sacerdote me puso a cargo de la lección en el servicio, y me trabé y murmuré. Él me gritó que me sentara. Decidí entonces trabajar el triple. Y así hice. Me convertí en líder de los seminaristas y me enviaron a todas partes.

“Después de la ordenación fui a la zona de guerra. La guerrilla y el ejército — predicaba en un lugar y luego en el otro. Predicaba usando las palabras, el espíritu de Romero. Sabía que era arriesgado, pero la gente estaba conmigo.

“Un día unos tipos de la mara me robaron el carro. Lo reporté a la policía y al día siguiente encontraron el carro mientras cruzaba la frontera hacia Nicaragua. Siete mareros fueron detenidos. Después de esto me querían hacer daño. Andaban detrás de mí. Una semana después, me atacaron. Me golpearon tan fuerte que me dieron por muerto. Después de eso, mi obispo decidió que tenía que irme. Así que me enviaron a los Estados Unidos. Así fue como terminé aquí”.

La historia del Padre Vidal en Estados Unidos es tortuosa. Estuvo en San Francisco, luego en Washington, luego de regreso a El Salvador, luego de regreso a Washington. Se unió a la misión hispana de la Iglesia católica romana en la Arquidiócesis de Washington, asignado a trabajar con el movimiento de Cursillo.

Entró con gran entusiasmo y comenzó a enseñar la teología de la liberación a los cursillistas, y comenzó a hablar del ejemplo de Romero, y de otros cristianos mártires de El Salvador, como los jesuitas Ignacio Ellacuría, rector de la Universidad Centroamericana, y cinco profesores de la UCA, asesinados por el ejército en 1989, junto con su empleada doméstica y su hija.

“Al arzobispo [Theodore McCarrick] no le gustó esto”, añade el Padre Vidal. “Me llamó comunista y trató de hacerme regresar a El Salvador. Me negué a ir. Las cosas se pusieron muy mal. Terminé abandonando la iglesia. Dejé mi vocación”.

Nos detenemos por un momento mientras él responde una llamada telefónica.

“Después de haber estado en la iglesia desde que era adolescente, me quedé completamente solo”, dice. No sabía qué hacer. Fue una época muy oscura. Hice trabajo voluntario en una parroquia por un tiempo. Trabajé con clases de catecismo con niños. La gente se preocupaba por mí. Protestaron durante meses ante la oficina diocesana. Luego mi madre se enfermó en mi país. Necesitaba enviarle dinero. Intenté la construcción por un tiempo, pero después de solo un día mi cuerpo estaba roto. No había manera. Mi corazón ya estaba roto, y ahora mi cuerpo también. Soy un sacerdote. Para mí no hay otro trabajo que servir a Dios y servir al pueblo de Dios. Miré a mi alrededor. Oré sobre ello. Me pregunté: ¿debería hacerme luterano? ¿Regresar a la Iglesia católica? Finalmente, el Espíritu me llevó a la Iglesia episcopal. Sentí que por fin había encontrado mi lugar, un lugar donde podía ser plenamente yo mismo como cristiano comprometido con la liturgia y con el pueblo.

“Con el apoyo del Padre [Daniel] Robles de la República Dominicana, comencé un ministerio latino. La primera iglesia en la que estuvimos era una parroquia anglocatólica. Pero no funcionó. Había abandonado la Iglesia católica y sus jerarquías y puertas cerradas. No quería ofrecer mi vida en un lugar donde no permitían que las mujeres se acercaran al altar.

“Así que, en 2008, un grupo de nosotros llegamos a San Mateo. Acordaron alquilarnos la iglesia los domingos por la noche. Comenzamos un servicio en español a las 5 p.m. Creció muy fuerte. Luego asumimos el servicio de las 8 a.m. Teníamos gente que venía de El Salvador, Guatemala, Honduras, México, Perú, luego Colombia y Venezuela, de toda América Latina. Nuestros números siguieron creciendo y creciendo. Finalmente, comenzamos un servicio a las 12 del mediodía y para entonces ya nos habíamos convertido en la gran mayoría. Mantuvimos un servicio en inglés a las 10 a.m. En ese entonces sólo había unos 25 feligreses de habla inglesa. Estaban felices de ver que la iglesia prosperaba, aunque había cambiado totalmente. En 2011 unificamos oficialmente ambas congregaciones y nos convertimos en una sola comunidad bilingüe”.

“Nuestra iglesia se estaba muriendo”, dice Tony Riggs, un feligrés de muchos años. “No teníamos forma de continuar. Entonces, como un milagro, apareció esta gente. Tiene sus desafíos, pero no tenemos duda de que el Espíritu nos ha traído esta oportunidad de ser una sola iglesia”.

El Padre Vidal añade: “El sacerdote de habla inglesa se jubiló y luego nos convertimos oficialmente en San Mateo. No soy el rector aquí, porque todavía dependemos económicamente de la diócesis, nos ayudan con unos $30,000 dólares al año. Pero nuestro ministerio es vital. La obispa lo sabe. La diócesis lo sabe. Somos un ministerio receteviva, totalmente episcopal, en español.

“Ahora tenemos este gran desafío ante nosotros: esta situación en la que vemos a nuestra gente inocente convertirse en víctimas de una opresión injusta. Por supuesto que vamos a levantarnos y resistir. Nos sentimos muy apoyados por nuestros hermanos y hermanas de habla inglesa, tanto en la parroquia como mucho, mucho más allá”.

“Nunca antes ha sido un momento más crítico para ser la iglesia”, dice el Padre Vidal, mientras nos dirigimos en la oscuridad a la rectoría. “La necesitamos aquí como nuestro testigo. Necesitamos que todos conozcan la iglesia que tenemos”.

La Iglesia

A las 11:45 de la mañana del domingo las bancas están llenas y el Padre Vidal está dirigiendo una situacion muy caotica pero tiene un servicio que parecía un circo de tres anillos; todas las piezas en su lugar. ¿Quién está haciendo el salmo? El inglés y el español vuelan por los aires. Personal técnico preparando la transmisión del video. Una máquina de palomitas de maíz está cargada y una película lista para mostrar en el salón para los niños que serán supervisados por los adolescentes durante la reunión de la iglesia. El fuego está encendido debajo de la olla del pollo. El Padre Vidal me lanza un alba. La Diacona Sally Ethelson se acerca y comparte una sonrisa rápida y un gesto de comprensión. La Diacona Sally, plurilingüe y recientemente ordenada, tiene un ministerio particular con las congregaciones multilingües.

Mientras nos preparábamos para la procesión, tres mujeres parecían un poco fuera de lugar. Son guardianes. Son parte de un equipo: miembros de habla inglés de la congregación, y vecinos que ni siquiera son parte de San Mateo, aquí para proteger a los hispanohablantes. Se quedan atrás, cierran las puertas durante el servicio, patrullan el estacionamiento en busca de vehículos que parezcan fuera de lugar. Interrogan a cualquier persona desconocida que quiera entrar. Están entrenados para enfrentar cualquier posible acción directa por parte del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas. El día de su toma de posesión, el Presidente Trump levantó las protecciones de santuario en iglesias, escuelas y hospitales. La mejor defensa, dicen, es estar informados y preparados.

El servicio se desarrolla sin problemas. La Diacona Sally emprende una traducción heroica del sermón del Padre Vidal. Él habla en un español rápido, al estilo salvadoreño, mezclando múltiples sílabas. Ella no capta cada palabra, pero tiene el tono y la pasión, y sus palabras se unen a las de él y llenan el santuario. Ella ha sido clave en la movilización de redes de solidaridad en defensa de sus feligreses hispanohablantes.

Después del servicio, comienza la reunión general anual. Informes y cifras: 72 bautismos de adultos y niños en 2024. Doce grupos activos. El Padre Vidal, la Diacona Sally y el liderazgo laico describen ministerios vitales y una vida congregacional próspera. Hay grupos para muchos propósitos: mantenimiento, recaudación de fondos, adolescentes, apoyo psicológico y capacitación para migrantes: conociendo sus derechos. Se realizan talleres para los guardianes de la puerta y el comité de hospitalidad.

La reunión en la iglesia termina y la multitud llena el salón. Irma y Juan pasan a servir el pollo. “¿Dos piezas o una?”, preguntan. Los platos se van saliendo. Surge una emergencia: ¡no hay suficiente pollo! Se ofrecen las pupusas en los platos de los que llegan tarde, con arroz y ensalada.

Las dos Bettys

Las dos Bettys aparecen en una película, realizada por un feligrés, que se estrenará pronto. Están sentadas a la mesa, junto a sus esposos, José y Gerardo.

La primera Betty cuenta su historia: “No vi a mi papa por 17 años. Se había ido a los Estados. Por fin pude reconectarme cuando llegué de El Salvador y me uní a él. Llevo aquí 20 años y tengo cuatro hijos. Amaban a su abuelo. Él realmente entraría y jugaría con los niños.

“Luego le diagnosticaron cáncer y decidió que todo había terminado. No quería morir aquí. No quería ser enterrado aquí. “Hace demasiado frío”, dice ella riendo un poco. “Así que regresó. Pero no puedo viajar. No pude ir y estar con él, así que murió sin todos nosotros a su lado. Siento un dolor desgarrador. Nunca desaparece”.

La segunda Betty comienza a hablar. Ella huyó de la violencia en su barrio. Las pandillas se estaban apoderando de las niñas, dijo. “Mi amiga y yo huimos”, pero su amiga no lo logró. Ella murió. “Yo viví, pero ella murió”, dice Betty.

José y Gerardo hablan, asustados pero orgullosos de su trabajo. “No estamos haciendo nada malo”, dicen, repitiendo lo que muchos han dicho. “No somos criminales. Somos parte de la comunidad aquí: enfermeras, plomeros, jardineros, lavaplatos, auxiliares de enfermería. No sabemos qué hacer”.

“¿Por qué no se nos permite estar aquí legalmente?”, preguntan. “¿Por qué no podemos vivir nuestras vidas en paz como todo el mundo?”

El Padre Vidal toma la palabra por un momento durante el gran banquete.

“No vayan a Virginia ahora”, advierte. “ICE tiene una lista de 1,200 personas que van a recoger. El gobernador ha designado a la policía estatal para que apoye totalmente a los agentes de ICE. Pase lo que pase, no vayan a Virginia”.

Luego desaparece en las entrañas de la iglesia, pasando por los nuevos baños recientemente renovados por voluntarios de la parroquia —esos plomeros y carpinteros— con donaciones de todas partes, de iglesias y de la comunidad. Los baños ahora están completos, con cabinas de ducha y sanitarios nuevos y relucientes. Nos dirigimos a otra reunión: Fe en Acción, CASA Maryland, Red de Congregaciones en Acción, Solidaridad Migrante, miembros de la Catedral Nacional.

“Esto es un deber, no una opción”, dice Julio de la Red de Congregaciones en Acción. “No he tenido ni un solo día libre en estos tiempos terribles”.

Panqueques

Llega el Martes de Carnaval y la marea de gente vuelve a la iglesia, al salón. Angelita revuelve cubas de fruta, y otros ayudan.

Neri, de 26 años, se ha convertido en la otra mano derecha del Padre Vidal, uno de sus principales líderes laicos. Le pregunto cuánto tiempo lleva siendo parte de San Mateo. Ella se ríe. Desde el principio. Su madre la llevó a la primera iglesia episcopal del Padre Vidal cuando era una bebé. En 2008, cuando la congregación se mudó, su madre trasladó a toda la familia con ellos. Neri fundó el grupo juvenil y ha seguido como su asesora después de llegar a la mayoría de edad. Actualmente trabaja en la escuela parroquial. Ella está en la iglesia todos los días, haciendo algo. La Diacona Sally y yo decimos (medio bromeando) que ella debería estar en el seminario, preparándose para el sacerdocio. Ella se niega, pero no del todo, y dice que esperará lo que Dios tiene en mente.

“El día de la posesión, cuando el presidente asumió el cargo”, comienza su testimonio, “escuché que el Padre Vidal iba a tomar medidas públicas. Vi a los jóvenes llorando. Hubo miedo en todas partes. En ese momento supe que yo iba a luchar por los migrantes. Tengo papeles. Yo nací aquí. ¿Sabes? Mi apellido es Romero. Mi familia viene de su ciudad natal. Así que siempre decimos que era mi tío abuelo o algo así. Estoy tomando ese nombre en serio. Romero dijo una vez que iba a ser la voz de los que no tenían voz. Bueno eso es lo que estoy haciendo. Voy a cuidar a los niños, a los pequeños, que no tienen voz”.

Neri y yo terminamos de hablar y uno de los jóvenes, Marcos, entra a la oficina y se siente en el piso. Neri juega con él. “A ti te gusta hablar”, dijo. “Cuéntanos qué te pasa”. Él se ríe y dice que tiene miedo. Él no quiere que lo deporten a El Salvador porque hace mucho calor y está gordo. “A la gente gorda no le va tan bien en el calor”, afirma. Las bromas continúan y Neri lo convence amablemente a compartir.

“Mis padres tienen graves problemas de salud”, dice. “Diabetes. Presión arterial alta. No sé. Creo que morirán si vuelven a su país”.

A Marcos no se le permitió salir en absoluto después de la inauguración. Ahora sólo se le permite ir de la iglesia a la escuela y de regreso a la iglesia. Es un adolescente gorditoo e incómodo con una personalidad increíblemente alegre. Tiene una novia preciosa y un perro, Puki, al que adora. Nos muestra fotos. Ahora Puki duerme bajo una manta junto a su almohada, y ella lo ayuda cuando tiene miedo.

Hablamos juntos durante más de una hora y me doy cuenta, recuerdo, que todos somos un solo cuerpo. Todos somos un solo pueblo. Una fe, un bautismo.

La enormidad de lo que está sucediendo me pesa. El odio y la miseria. El terror y la confusión. Algunos han preguntado si Trump está realmente deportando a más personas que sus predecesores. Eso está por verse. Lo que es cierto es que, para esta comunidad, la retórica ha creado montañas de miedo y heridas profundas. Sus víctimas están sentadas en el suelo frente a mí.

Lo que están haciendo el Padre Vidal y Angelita, la Diacona Sally y Neri y todos los demás es guardar una línea, construir un muro detrás del cual se encuentra la promesa de seguridad en los brazos de Dios.

Arrepentimiento

Antes del amanecer del día siguiente nos levantamos para el servicio de las 6 a.m. Es Miércoles de ceniza. Preguntamos, desde el púlpito y el altar: “¿Qué significa arrepentirse? ¿Cómo ha sucedido que ante nuestros ojos nuestros amados hermanos y hermanas en Cristo se han convertido en enemigos? ¿Cómo hemos llegado tan lejos desde que somos una ciudad en la colina, una tierra prometida para los oprimidos y maltratados?”

Poco después estamos de nuevo en la camioneta. El Padre Vidal me llevará al Metro, que utilizaré para ir al aeropuerto. Suena el teléfono y contesta el Padre Vidal, conduciendo de nuevo con una mano.

 

The Rev. Emilie Smith is Guest Writer on Covenant. She is parish priest of St. Barnabas Anglican Church, New Westminster, Canada, and TLC’s Latin America correspondent.

Asher Imtiaz is a frequent contributor to TLC. He lives in Milwaukee and attends Eastbrook Church, a diverse, multiethnic church in the city.

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